jueves, 10 de junio de 2010

El vicio de leer

Un libro, un mundo paralelo. Te sumerges en la ficción y tienes la necesidad y las ansias de saber el desenlace, cueste lo que cueste. Aquellos que sufren esta “enfermedad” saben lo que es quedarse hasta altas horas de la noche con tal de terminar una página más y engañarse a sí mismos diciendo: Cuando acabe este capítulo, lo cierro.

A la mayoría de nosotros nos han relatado o leído cuentos antes de dormir. A algunos nos gustaba más que a otros y, dentro de esos, estamos los que entramos en el vicio a temprana edad. Comencé a los ocho años con el best seller de esos tiempos, Harry Potter. El libro estaba en lo más recóndito de esos cajones que rara vez se abren y, un buen día, con el afán de limpiar, lo encontré. La tentativa de asear mi escritorio quedó como tal y, sentada en el suelo, empecé las primeras páginas del conocido mundo mágico.

Los que saben a qué me refiero reconocen a uno de los suyos cuando divisan un libro en la mano como equipaje obligatorio. Por otro lado, aquellos que tienen algún conocido con los mismo síntomas tienen cuidado de pasar por una librería cuando están con ellos, ya que el brillo en los ojos del vicioso delatará el deseo de quedarse unas cuantas horas viendo carátulas, leyendo reseñas y, si es posible, comprando un nuevo engreído.

En el momento en el que abro un libro nuevo, lo primero que hago es olerlo. No todos tienen un mismo aroma, pero, por más diferente que sea, siempre es agradable acercarlo a la nariz. La fragancia de sus páginas crea expectativa hacia la posibilidad de adentrarte en ellas.

El ardor de los ojos tras un fin de semana de lectura placentera – reemplazo de alguna fiesta – no importa mucho, pues, mientras más tiempo le dediques al libro, más rápido tendrás la satisfacción de conocer en qué acabará la historia. Las inevitables deducciones del propio lector acerca del relato, ya sean las desventuras de una pareja de jóvenes enamorados o el afán de descubrir quién es el asesino, lo incentivan a leer, aunque sea una página, cada vez que tiene la oportunidad.

Otro síntoma común, si es que aún no sabes si considerarte “enfermo”, es que, en tu cumpleaños o en Navidad, el regalo más recurrente que tengas sea un libro. Tus conocidos saben que no hay pierde, puesto que un simple paseo por tu habitación les dará una idea de qué libros todavía no están en tus repisas.

Tras la cubierta de un libro, existe un mundo diferente que puedes visitar cuantas veces quieras. No importa que ya lo hayas leído, siempre encontrarás algo nuevo. La diferencia entre este vicio y otros es que el contenido te nutre, las palabras perduran y puedes seguir disfrutándolo aun cuando ya lo cerraste.

Regresando a los síntomas, si en alguna ocasión percibes una situación similar a la de uno de los libros que has leído e inmediatamente la asocias y esperas que tenga el mismo final, entonces, por si no te habías dado cuenta, eres uno más de nosotros, los sanos viciosos. Antonio Muñoz Molina, en su artículo “Un vicio sin castigo”, afirma que “uno no lee para aprender, ni para saber más, ni para escaparse. Uno lee porque la lectura es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de esa audacia que otros vicios requieren y, más importante todavía, con la absoluta pereza.”

No sé si leo porque estoy aburrida o porque no tengo nada que hacer; sin embargo, sí estoy segura de que me produce satisfacción. El terminar un libro es cumplir con una misión, es cerrar el compromiso que asumiste al pasar las primeras hojas. Leer implica más que entender las palabras del autor, es sumergirse en un mundo paralelo. Me considero una lectora no porque no me importe estar en una posición incómoda mientras paso las páginas, sino porque disfruto cada vez que llego a un punto final.