(Puerto Montt, Chile)
Es inconcebible para mí despertar a las seis de la mañana en época
de vacaciones. Incluso si tengo un pasaje comprado. Quizá fue por eso que tuve
que mover mis brazos frente al bus para que se detuviera a la salida del
terminal de Villarrica cuando ni siquiera había aparecido el sol.
El conductor, aguantándose la risa, preguntó si mi destino era
Puerto Montt y yo, buscando el inhalador en la mochila, asentí en silencio para
que no percibiera mi agitada respiración tras haber corrido solo un par de
metros. Encontré mi asiento y me mentalicé con la idea de pasar cuatro horas
sentada.
El cielo azul y yo |
Casas pequeñas y de colores adornaban la entrada de la carretera a
la ciudad y contrastaban con los talleres de mecánica que aparecían camino al
último destino de mi transporte. La terminal de buses de Puerto Montt parecía
un aeropuerto y, apenas salí a caminar, percibí enormes edificios que
tranquilamente podían pertenecer a un lugar mucho más alejado de aquellas cálidas
residencias que ya ni estaban a la vista.
Decidida a regresar con algo que contar y con la mochila colgada
hacia delante –me habían comentado que en esa ciudad tan inspiradora los
asaltantes no faltaban–, enrumbé hacia los lugares turísticos que esperaba que
me tomaran suficiente tiempo.
Tres horas después, sin nada más que hacer que seguir recorriendo
el malecón, decidí dirigirme a la terminal de buses, donde planeaba esperar
hora y media para volver. Los pintorescos chilenos del sur tienen la particularidad
de hablar muy alto y sin reparo con los desconocidos. Sin embargo, no pude
evitar saltar por la sorpresa cuando una voz en off interrumpió mi tarareo.
—Oye, una pregunta. ¿Qué
significa el símbolo de tu collar?
Eran dos mochileros. El que había hecho la pregunta no era muy
alto. Vestía un polo negro con el logo de alguna banda metalera, usaba
muñequeras con púas y tenía la oreja derecha perforada. El de más tamaño
parecía inofensivo: un polerón rojo despintado y un pantalón de buzo azul que
se notaba que no había visitado la lavandería en mucho. Ambos lucían un
bronceado envidiable y cargaban, además del tremendo equipaje, una lata de
cerveza Báltica, la más barata del país.
—Son las Reliquias de la Muerte
—respondí
sin poder quitarme la expresión de asombro.
Ante la mirada interesada de ambos, expliqué que eran parte del mundo
de Harry Potter y esperé alguna sonrisita burlona como las que suelo recibir
cuando comento el origen de mi colgante. Nada.
—Hablai diferente. ¿De dónde eres? —preguntó el mismo
interrogador intentando alargar la “S” al final de su oración.
—Lima.
Se miraron entre ambos y la paranoia, que ya estaba
desapareciendo, me convenció de que tendría que correr lo más rápido posible si
es que se acercaban más de lo socialmente aceptado. Preguntaron mi nombre sin
inmutarse y yo aflojé los dedos aferrados a mi mochila.
—Y, Angela, ¿nos puedes
explicar el asunto de La Haya? Nos enteramos porque vimos una portada.
Entenderás que no estamos muy al tanto con las noticias.
El alto hablaba por primera vez y pude deducir que, a pesar de ser
el menos lanzado, era el mayor.
—Pero antes… ¿te parece si
nos sentamos?— dijo
el metalero, Julio.
Después de analizar el porcentaje de riesgo que podía correr si
entablaba una conversación con esos dos personajes, accedí y opté por quedarme.
Ya ubicada, les conté la propuesta de cada país ante la Corte Internacional y
qué era lo que se había determinado como nuevo límite marítimo, aunque a la
mitad de la explicación sabía que ya no me estaban atendiendo.
—No entiendo. Ese mar es de
Arica y Arica es de Chile, entonces…
—Arica antes era de nosotros —señalé con un poco de pedantería
y sin tener en cuenta que podía salir perdiendo.
Ambos cruzaron miradas de “aaah” y se rieron.
—Se nota que se conocen desde
hace mucho —comenté
en un intento de desviar la atención del asunto, aún controversial.
—Sí, de hecho, la primera vez
que nos vimos el Claudio y yo fue en ese faro —indicó Julio con su dedo—. Después de un par de
noches de compartir chelas, decidimos viajar juntos.
—Qué romántico —dije mientras se me escapaba
una risa, que, agradecí, fue acompañada por las de los dos.
Como sabiendo que se venía un momento incómodo, el feroz viento me
despeinó sin compasión y yo tuve que poner ambos brazos sobre mi cabeza para
que el cabello se mantuviera en su sitio. Se aguantaron la carcajada.
—No pareces peruana —ellos eran más hábiles que yo en
el arte de cambiar de tema.
—Eres muy linda para ser peruana.
Justo cuando me iba a indignar y dar mi discurso de ‘todas
las mujeres son bonitas, sobre todo las de mi patria’, un tercero llegó
tambaleándose. Llevaba puesto unos jeans caídos, con la correa desajustada y,
en una zona comprometedora, una mancha aún fresca de un líquido que preferiría
no definir. Saludó a los chicos y, como la marihuana no quita lo cortés, se
acercó a presentarse. Sin embargo, se detuvo, entrecerró los ojos y empezó a
cantar sin despegarme la mirada.
—You are so
beautiful… to me. You are so beautiful… can’t you see?
The one and only |
Sin dejar de cantar, hizo un gesto con su mano para
pedir la mía, la besó y se sentó en el suelo a conversar. Julio le dijo que lo
buscaban en el centro porque querían comprar de su mercancía, pero él giró los
ojos hacia la cámara que colgaba de mi cuello y me pidió que le tomara fotos. Apenas
las vio y estuvo satisfecho, se echó a llorar en pleno malecón de la ciudad.
Los mochileros me dirigieron una mirada de disculpa y
lo convencieron de que vaya a buscar más clientes. Sin saber muy bien cómo
había yo terminado haciéndole retratos a un dealer,
me despedí de él sin que mi rostro delatara que acababa de pasar por una
experiencia que definitivamente está en el top cinco de las más extrañas.
—Tu collar me recuerda al ojo de Odus, el de la teoría
de la conspiración. ¿Has escuchado sobre ella?
Negué con la cabeza mientras me preguntaba a mí misma
si realmente quería conocer esa especulación.
—He escrito sobre el tema en mi Facebook, ¿con qué
nombre te encuentro? Así lo lees.
—Mejor dime el tuyo y yo te busco.
—Yo estoy con mi nombre, Claudio Hernández, pero es bien
común. Cualquier weon se llama así.
Mejor él, Julitro 666.
—¿Seis, seis, seis? —le pregunté a Julio evitando que
se notara el sarcasmo o que se me escapara la risa.
—Sí, así nadie se olvida de mí.
Cualquiera diría que, al ser un
puerto, el olor a pescado invadiría todo el malecón. Pero no. Nada indicaba que
el mercado, a unos cuarenta metros, ofrecía todo tipo de productos marinos. Si
tan solo el Callao fuera así.
—Pero te explico la teoría ahora. ¿Tú sabías que el
agua de Chile tiene flúor?
—¿Qué?
—Es por el FLÚOR que se puede ejercer control sobre los
chilenos, como todos tomamos agua. Es lo que utilizan las familias de poder,
como los Rockefeller, en Estados Unidos con los gringos, por eso son tan…
—Weones— la convicción de Julio me sorprendió.
—No hay que generalizar tampoco— aclaré.
La teoría me estaba aburriendo. Desvié la vista hacia
el mar. El sol en el malecón de Puerto Montt era intenso, pero el viento se
volvía cada vez más frío, aunque el paisaje siguiera despejado. Alcé los ojos
casi de manera imperceptible y pude ver aquel “cielo azul” que Los Iracundos
describen tan bien, pero no es cualquier azul, sino uno que parece precisamente
elegido como el mejor color para teñir el paisaje de esa ciudad. Sin embargo,
ver una foto del lugar podría haber sido engañoso, pues el viento helado, que
tantas veces se había hecho presente en el día, obligaba a usar chompa y casaca
bajo un sol que lo único que hacía era volver la vista aun más agradable.
—Y por eso nos quieren eliminar, porque lo sabemos.
Claudio usó un tono de voz tan concluyente que me sacó
de mi ensimismamiento lo suficientemente rápido como para que no se dieran
cuenta. Sonreí y dije que tenía sentido y que leería más al respecto, pero ya
no me prestaban atención. Acababa de pasar una rubia con pinta de turista que
intentaba prender su cigarro y Claudio decidió no despegarle los ojos de
encima.
Pero no quedó ahí. Se acercó y se estacionó frente a ella.
—¿Crees que me puedas invitar uno?
La chica, cuya cara de sorpresa me recordó a la que yo
había tenido media hora antes, dudó al inicio y luego le ofreció su cajetilla
abierta, además de prestarle el encendedor. Cuando se sentó con nosotros de
nuevo, compartió el cigarro con Julio, quien, mientras botaba el humo de la
boca, se quedó mirándome pensativo hasta que se animó a hablar.
—¿Puedo preguntarte algo y desear que la respuesta sea
que sí?
—No te lo puedo asegurar, pero a ver— repliqué,
concentrándome para que no subiera la sangre a mis mejillas.
Julio y Claudio posando para mí |
—¿Podí
regalarme algo tuyo para que siempre te recuerde?
—¿Algo como qué?
—Como uno de tus aretes.
—Pero es nuevo y realmente me gusta.
Antes de que Julio pudiera replicar, vi la hora. Solo
faltaban treinta minutos para que mi bus
saliera.
—¿Me acompañan a la
terminal?
Aunque tuve los sentidos alerta durante todo el encuentro, no pude
evitar encogerme al saber que, después de despedirme, no volvería a verlos. Me
había encariñado con la manera en que veían el mundo y los admiraba un poco por
cargar con tremendo equipaje a todos lados.
—Vayan avanzando. Voy a orinar.
Claudio negó con la cabeza en señal de frustración al
ver cómo Julio se iba a una de las esquinas que había cerca. Como no quería ver
ni a uno vaciando sus esfínteres, ni al otro renegando sobre la falta de etiqueta
social del primero, giré la cabeza para echar un vistazo final al malecón. Al
medio, como queriendo ser imponente, se erguía la estatua “Sentados frente al
mar”, un monumento en honor a la canción en honor a la ciudad. Fue como
imaginarse a los amantes de Víctor Delfín en el parque del Amor de Miraflores,
pero pintados. Y parecían coloreados por niños, pues los ojos bizcos solo
terminaban de afear lo que pudo haber sido un lindo detalle en un puerto tan
conocido por un hit de los sesentas.
Al llegar a la estación de buses, me di cuenta de que esperaban un
abrazo de despedida. Cuando Julio se acercó y me envolvió en sus brazos, lo
único que pasó por mi cabeza en ese momento fue “no se ha lavado las manos”.
Intentando dejar de lado mis ascos, sonreí y entré al bus. Justo antes de que
me pusiera a revisar mi mochila a ver si habían aprovechado el abrazo para
sacar algo, Claudio gritó:
—¡No te olvides! ¡Julitro 666!
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